viernes, 23 de abril de 2010

Día de San Jorge

 
 
Cinco largas jornadas a caballo tardaron Arlindo y Ulrico en llegar al bosque donde, completamente oculto por la vegetación, se alzaba el castillo de la Bella Durmiente.
- Tendremos que seguir a pie -dijo el príncipe, desmontando de un grácil salto y ayudando al enano, cuyos pies no llegaban a los estribos, a bajar de su caballo.
- Nunca había visto un bosque tan tupido -comentó Ulrico-. Parece realmente impenetrable.
- Bien puedes decirlo -aseguró Arlindo, desenvainando su espada-. Tendremos que abrirnos paso a mandobles.
 
El príncipe iba delante, cortano y apartando la enmarañada vegetación con certeros golpes de su espada, y Ulrico lo seguía en silencio. Cuando por fin apareció el castillo ante ellos, el enano no pudo evitar una exclamación de asombro.
 
Totalmente recubierto e invadido por las plantas, el castillo no parecía de piedra, sino hecho todo él de materia vegetal, como si, por arte de magia, un árbol gigantesco hubiera crecido con torres en lugar de ramas y extrañas oquedades parecidas a ventanas en su enorme tronco.
 
De la densa vegatación emanaba un olor intenso y dulzón, que a Ulrico le produjo una sensación no del todo agradable, parecida al mareo.
- ¿No es cierto que este aroma embriaga como el vino? -comentó Arlindo.
- Sí - admitió Ulrico-. Deberíamos darnos prisa. No estoy seguro de que sea bueno respirar este aire tan enrarecido.
- Por aquí -dijo el príncipe, y condujo al enano hacia un pequeño pabellón que, completamente cubierto de enredaderas, quedaba oculto junto a la base de una de las torres.
 
A la débil luz verdosa que se filtraba a través de la vegetación, Ulrico vio, tumbada sobre una especie de altar invadido por las enredaderas, a una hermosa joven de cabello dorado y piel blanquísima, con un espléndido vestido recamado en oro.
 
Por un momento le pareció que la joven respiraba, pero enseguida se dio cuenta de que era una ilusión creada por la penumbra y por el ligero mareo que le había producido aquel aire cargado de intensos aromas.
 
Arlindo permanecía inmóvil, con los ojos húmedos, mudo por la emoción. Ulrico lo miró en silencio y luego se acercó a la joven yacente. Casi con reverencia, como si no se atreviera a tocarla, acarició con la punta de los dedos sus dorados cabellos y su blanco cutis.
- ¿No era exacta mi descripción? -susurró Arlindo acercándose al enano-. ¿No son como el oro sus cabellos? ¿No es su piel tan suave y blanca como el marfil?
- Tu descripción era exacta, mi buen Arlindo -contestó Ulrico con tristeza-. Demasiado exacta.
- ¿Demasiado exacta? ¿Qué quieres decir, amigo mío?
- Sus cabellos no son como el oro, querido muchacho. Son realmente de oro, al igual que el vestido. Y su piel no es como el marfil, sino de auténtico colmillo de elefante.
- ¿Qué... qué quieres decir? -balbuceó Arlindo, visiblemente alterado.
- Las estatuas de oro y marfil no son comunes en nuestro tiempo -explicó Ulrico-, pero ya los antiguos griegos las hacían. El propio Fidias hizo las más famosas esculturas crisoelefantinas, que así se llamaban las que estaban hechas de tan preciosos materiales, y en verdad la que tenemos ante nuestros ojos hubiera sido digna de él, pues es la obra más perfecta que jamás he visto.
- No... no es posible -gimió Arlindo, mirando la estaua con los ojos desorbitados.
- ¿No lo entiendes, mi buen amigo? Esto es una cripta, o lo que queda de ella, y el lecho de la Bella Durmiente es una tumba; y ella misma es la estatua funeraria de la mujer cuyos restos reposan debajo. No está durmiendo un sueño de cien años, sino el sueño eterno.
 
Con los ojos extraviados, Arlindo abrió la boca como para decir algo, pero no logró articular palabra. Y, con un sordo gemido, se desplomó sobre la Bella Durmiente.
 
La magia más poderosa (Carlo Frabetti)

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